Libros, magia y música en Praga
Acodarse sobre el pretil de piedra negra del Puente de Carlos y contemplar el manso fluir del ancho, turbio y solemne Moldava, mientras en el cerebro suenan las notas cristalinas y románticas de Smetana, como el agua saltarina y naciente del manantial del río, que poco a poco van subiendo de tono e intensidad hasta convertirse en un glorioso poema sinfónico del nacionalismo checo, constituye una experiencia estética de las que hacen que la vida merezca la pena ser vivida. A lo lejos sobre la colina aparece enigmático y soberbio el Castillo de los reyes de Bohemia y la catedral de San Vito, cúpulas, pináculos, pintados con colores de sorbetes, torres e iglesias, palacios, teatros, el desbordamiento arquitectónico de una de las más hermosas, mágicas, dolientes, ensoñadoras, históricas y literarias de las ciudades del corazón de Europa. Hace muchas décadas que ocurrió esa escena. Un joven alto y delgado de cabello revueltos, vaqueros y desgarbado jersey escucha la historia de Praga, que le narra con voz queda, otro joven de menor estatura, vestido y peinado como en el barrio de Salamanca, que seguramente continuará de esa guisa en alguna de las estrellas del cielo, en la que habrá impuesto alguna ópera de Mozart como música de fondo con su habitual energía. El aria de Soave sia il vento por ejemplo y los ángeles habrán asentido, felices de no tener que oír a Juan Sebastián Bach por los siglos de los siglos.
Escribir sobre libros, sobre ciudades literarias, sobre música, sobre magia forma una combinación de elementos que llevan indefectiblemente a la capital checa, sin necesidad de muchos quebraderos de cabeza. Por regla general, las ciudades marítimas tienen una personalidad urbanística que conforman su historia y la forma de ser de sus habitantes. Son abiertas, cosmopolitas, ruidosas, bulliciosas, comerciales y suelen pisotear su rica historia, a la que no suele concedérsele demasiada importancia. Pero las ciudades de interior a orillas de un caudaloso río tienen un carácter solemne, de alguna manera, hierático, soberbio, en las que la vida transcurre con la misma lentitud y líquida solidez, con el mismo «tempo maestoso» con el que fluyen las aguas del río. Así ocurre con París y el Sena, Londres y el Támesis, no digamos ya con el caso de Budapest y Belgrado con el Danubio – en Viena no se sabe si es azul porque no se le ve – con tantas otras grandes ciudades que están en la misma situación, incluida Sevilla con el Guadalquivir, a la que habría que ver, si se encontrara al borde de un canal sucio y pestilente como es nuestro caso. Por cierto que es difícil de comprender el afán de convertir Málaga en una especie de queso horadado, levantar torres más o menos afortunadas, soterrar todo lo habido y por haber, a excepción de la gloriosa exhibición de cableado aéreo propia de Karachi o Tegucigalpa y al mismo tiempo, empeñarse en mantener esa catedral tullida de apelativo insultante y esa cicatriz seca, que parte en dos a una ciudad cada día más hermosa. El misterio de la Santísima Trinidad es un acertijo de niños comparado con este doble misterio.
Y el mundo de Milan Kundera y ‘La insoportable levedad del ser’, cuyo levitante título recuerda el misticismo de Jan Huss. Y el nombre de Vaclav Havel, el poeta, dramaturgo y político que después de cinco años en prisión, derribó el sistema comunista, trajo la libertad y la democracia a su país y fue presidente de la república. Todo ello después de la «Primavera de Praga» de Alexander Dubcek, al que los comunistas dejaron morir de tristeza como jardinero, después de la vergonzosa y miserable invasión del país por las tropas soviéticas del Pacto de Varsovia. ¿Saben algo de esto los que intentan resucitar el comunismo bolivariano, o del calificativo que sea, en nuestro país a día de hoy? Y el mundo de Jaroslav Hasek, o de Jan Neruda, el poeta del que tomo su apellido el chileno Pablo. Neftalí Ricardo Reyes. ¿Y cómo olvidar el nombre de Kafka, aunque escribiera en alemán y detestara Praga, si es el padre de la literatura contemporánea europea? En Praga se entrecruzan idiomas, el cabello es rubio pajizo y lacio y los ojos son de un azul pálido. Cuantos casos de personajes, sobre todo escritores, que vivieron sus vidas en el más absoluto anonimato y hoy son la gloria de las letras universales. Kafka, Pessoa, Joyce, Cavafis… vidas aparentemente inexistentes, caminando rutinariamente por callejas de sus ciudades, o de la siempre presente Trieste, eternamente cambiante en su filiación imperial, o nacional, palimpsesto de culturas sedimentadas, que van conformando en silencio una literatura europea en su ancha diversidad.
Y entretanto, la música continúa sonando, como en un carrusel, con la sensibilidad mozartiana a flor de piel. Mozart, que tanto amó a Praga, en la que tantas veces estuvo, sin atreverse nunca a dar el paso de irse a vivir allí, por temor a las reacciones de sus sucesivos patrones, especialmente el regalista emperador José II. Los músicos eran todavía en aquel entonces, unos pobres servidores de las ordenes de sus señores. Mozart estrenó en Praga Fígaro. Y la cumbre de Don Giovanni, una de las más excelsas operas de la historia de la música. Y hasta La clemencia de Tito al final de sus días. Hoy Dvorak, como Mozart es un fijo en la programación del impresionante Teatro Nacional, del que la emoción indeleble se mantiene en el recuerdo, casi como un sueño, con visos de irrealidad.
Mala Strana, el art nouveau, los carteles de Mucha, el cementerio judío, las ventanas cerradas de los palacios en silencio, como deshabitados, sin los gritos napolitanos, pero con el mismo deterioro, las devociones populares, cambiando a San Genaro, por el español Niño Jesus de Praga…dicen que Praga es hoy uno de los centros de la pornografía mundial y que las estatuas del Puente de Carlos ya no pueden bajar de sus pedestales cada noche a conversar sobre disquisiciones teológicas, porque las riadas turísticas lo impiden. El puente nunca esta vacío y las estatuas de los santos, como los Reyes Magos, exigen absoluta discreción y soledad. El misterio tiene siempre reglas inamovibles, eternas, perfectas. Ahora en tiempos de pandemia es muy probable que hasta los santos estén ya hastiados de tanto charlar por la noche y de tanta indeseada soledad y echarán seguramente de menos a las multitudes orientales, o incluso españoles, que ignoran despreocupada y frívolamente cualquier dato sobre la historia de un país, más o menos artificial, que se dividió en dos hace unas décadas. Lo importante es hacerse una foto en el puente, mientras el Moldava sigue transcurriendo mansamente bajo sus arcadas góticas y sus estatuas barrocas. Para demostrar que se ha estado allí, aunque cuando pase el tiempo alguno de ellos pregunte cómo se llamaba aquella ciudad en la que había un reloj con muñecos en una plaza como de pueblo. La belleza no está al alcance de todos. Cuanto deseo volver a Praga y lanzar una rosa al río. Pero ya no estoy seguro de que tengamos tiempo.