La resurrección del Cementerio Inglés
Hay días en que uno no sabe por dónde empezar estas líneas, porque la melancolía de la caída de la tarde acentúa el caudal de ideas, ensueños y sensaciones, que aturden el cerebro. Días en que las emociones han sido tantas y tan venturosamente acabadas, en que el imprescindible silencio para conseguir el éxito de un proyecto, estalla en alegría, al llevarlo a cabo venturosamente.
En un mágico jardín, en el que crecen las buganvillas, jacarandas, damas de noche, araucarias, mimosas, algarrobos, naranjos, almendros y moreras, los recuerdos de Annie Plews despiertan de un sueño de cien años en el mismo silencio de aquel siglo, que rompen los mismos cantos de los mismos pájaros de aquel tiempo. Porque árboles, pájaros y cantos dormían el mismo sueño que Annie, la bella durmiente del bosque, aquella joven nacida Heaton y devenida Plews por su matrimonio, muerta de un mal parto, inolvidada esposa amada, custodiada por un ángel asexuado como deben ser los ángeles, según argumentaban y alegaban los sabios de la corte bizantina, envueltos en sus áureas dalmáticas. Ni siquiera sabemos si el ángel es Annie, ni a quien representa la azucena a sus pies, ni a quien corresponde el alma que se encomienda a Dios en la cartela de la bellísima imagen, icono del Cementerio Inglés. Lo único que sabemos es que el amor flota en el aire, sobre la fuente reseca y sobrevuela en el polen que las abejas transportan por entre los mausoleos de William Mark, Bidwell, Penrose, Heaton, Bolin, Krauel, y especialmente, por sobre la esbelta columna memorial de Robert Boyd, el joven irlandés de pelo rojo con las manos atadas en el cuadro de Gisbert, sobre el fusilamiento de Torrijos. Este es un caso como el de la Lex Flavia Malacitana. ¿Qué hace ese cuadro en el Prado, cuando todos sus protagonistas muertos están en Málaga? Es posible que esas abejas polinicen a otros jóvenes como héroes por la libertad de un país que no era el suyo, que había aportado cinco mil libras de una herencia para traer la libertad a la lejana España, como Lord Byron hizo en Grecia, héroes románticos y por tanto de frustrados amores despechados por una causa que solo les trajo consigo la muerte. Por eso en la humilde tumba de Boyd en el pequeño recinto del primitivo cementerio para herejes, yace rodeado de conchas marinas, símbolo milenario malagueño, con un letrero pintado que simplemente reza «Robert Boyd, Un héroe romántico» ¿Se puede ser algo más glorioso en la vida que un héroe romántico? No lo sé. Pero sí se puede ser más desgraciado por causa de la intolerancia, por la supuesta herejía, por la miserable condición humana. Boyd pasó la noche en el convento del Carmen, escribiendo una despedida a un amigo inglés, en términos de los platónicos amores de los héroes que emulaban al batallón tebano de las Termopilas – hoy hacen balconing en Magaluf – quejándose amargamente de estar rodeado de frailes que le instaban con vehemencia a confesarse…ni siquiera pudo dormir el sueño eterno junto a sus compañeros de lucha por la libertad en la cripta del obelisco de la plaza de la Merced, porque tenía que reposar en soledad por los siglos de los siglos, en la tierra del Cementerio Inglés. Tan sagrada como cualquier otra. Porque toda la tierra es sagrada, toda la tierra es madre, toda la tierra es engendradora de vida, gracias a la muerte de todos nosotros, que la fecundamos con nuestros cuerpos corruptos. Esta es la vida, la inmensa grandeza inmortal de la vida, entender que la muerte es vida, como escribía André Gide «si la semilla no muere…».
Hoy ha empezado una nueva vida en el Cementerio Inglés de Málaga. Puede que incluso haya resucitado, después de un conato de muerte. Porque hoy, después de haber llegado a un punto de lamentable miseria, en que tuvo que cerrar sus puertas con una gruesa cadena, bajo la portada que coronan los leones de mármol, hoy se ha abierto el candado y las rejas de hierro han chirriado al volver a abrirse esperanzadamente. Hoy, gracias a la Fundación Unicaja se ha firmado un convenio, con vocación de continuidad, que va a suponer un antes y un después. Ese convenio tiene un nombre y un apellido: Braulio Medel. No voy a hablar del pasado, porque si lo hiciera, necesitaría varios miles de palabras más que las mil ochocientas, que mi querido periódico me concede. A mediados de abril se cerró el Cementerio Inglés y escribí un artículo, o unas notas, no recuerdo bien. Mi presidente me llamó al día siguiente, y cuento esto adrede y sin que él sepa nada…y aquí estamos, con convenio firmado y un programa de actividades y proyectos realmente fascinantes, incluido un plan estratégico de restauración y rehabilitación de la necrópolis.
El primer problema que creo que pocas personas han entendido en Málaga es que el Cementerio Inglés no es un hito más en un recorrido turístico de nuestra ciudad. Ni mucho menos. Miren, esta es una ciudad comercial, cosmopolita, abierta al mar, rodeada de montañas, con un clima excepcional y con tres mil años de antigüedad. Eso la hace equiparable a otras varias del Mediterráneo, que ninguna de ellas tienen nada que ver con el hinterland que las rodea. Miren nosotros, como Beirut, como Atenas, como Nápoles, como Palermo, como Marsella, como Cartagena y como Cádiz. Málaga se dedicó a exportar sus productos una vez transformados. Exportó garum, aceite, vino, pasas, frutos secos…después llegó la primera industrialización y se crearon los primeros altos hornos de España y nacieron los primeros movimientos obreros, pero también nació una pujante burguesía, mucha de ella extranjera, que venían aquí y decidían que a Hamburgo no volverían. Y esas familias que llegaron hablando sueco, hoy dicen «ha zalío er zoh». Entretanto se construyeron grandes mansiones, primero en el centro histórico y después en la Caleta y Churriana y la salida hacia Granada. Como alguna vez he dicho, la Caleta es una forma de ser, no de vivir. Pero miren, los productos los exportan familias que viven en la Caleta. Algunos son católicos y otros no. Mi familia Heaton siguieron siendo siempre miembros de la Iglesia de Inglaterra, lo que mi tío Ruperto Heaton, el que fabricó todas las tapaderas de hierro de las alcantarillas de la ciudad y las vigas y columnas de toda calle Larios, llamaba, con un precioso acento Church of England. El mismo que Jaime Aguilera remeda jovialmente cuando decía «Puerto de los Alazores». Esas familias vivían en la Caleta, según sus costumbres, que en Málaga se amalgamaron en una sola, que es el ser malagueño. ¿Se puede tener más gracia que la de Soledad Westemdorp, contando en Facebook el resumen de la semana? Eso es Málaga amada.
A todo esto se une que esas exportaciones salían por el puerto – el muelle, que se decía cuando muchos de nosotros éramos niños – al que iluminaba la Farola, cuyo haz de luz barría el techo de todas las casas de Málaga, con la misma intensidad y frecuencia, con ese misterio y cadencia de los faros tranquilos, que no producen el miedo del de Mesa Roldán, como escribe mi admirada Mercedes Antón.
Esas personas exportadoras, que solían tener torreones en sus casas para ver llegar sus barcos, morían y el círculo se cerraba. Unos iban a sus panteones de San Miguel y otros, los más tibios, o los que les daba igual, o los que preferían dormir el cuento/ballet de los cien años en nuestro querido San Jorge. Hemos cerrado el círculo. Se llega por el mar. Los hijos nacen aquí. Las familias viven en la Caleta. Van a trabajar a las fábricas del otro lado del río, La Constancia, Bevan La Esperanza, la Térmica, La Industria Malagueña… se exportan los productos por la Farola y se duerme eternamente en el Cementerio Inglés.
Ya hemos salvado lo poco que entre las masas proletarias y el desarrollismo de los sesenta dejaron en pie. De las fábricas se han salvado muchas chimeneas, gracias a la labor admirable de un grupo de malagueños inasequibles al desaliento. Estamos a punto de salvar el Cementerio Inglés. Y… ¿qué va a pasar con la Farola, con ese alma revolera espejo de los primeros sueños eróticos de nuestra infancia, mientras cientos de luces de traíñas brillaban en la bahía?
Piensen y recuerden su infancia y enséñenla a sus hijos. ¿Se acuerdan de ir en Navidad al Cementerio Inglés a comprar una rama de pino de los Montes? No vayan a hablarme del arboricidio. Vayan antes a ver la bellísima película de Oliver Laxe O que arde. Hablo de los que vivíamos entonces aquí con nuestros padres. Volveremos a crear un vivero. Y una tienda de mermeladas inglesas y grabados antiguos. Y venderemos libros como los de Guillermo de Richmal Crompton y los Cinco de Enid Blyton. Y labores de artesanía inglesa. Queremos organizar pequeños Portobello. Y adornos de Navidad, y todo lo que ustedes puedan encontrar en los bajos de Saint Martin in the Fields, incluido el caldo caliente en los entreactos de música barroca. Muchos de ustedes dicen ser antibritánicos. No les creo. Prefieren comprarse unos buenos zapatos de lluvia, o una corbata, o una camisa inglesa. No podremos hacer muchas de estas cosas porque no es nuestro cometido. Pero si queremos hacer conciertos de metales de Haendel, o de voces de los Tallis Scholars, o que una gaita toque Amazing Grace. O un coro de voces celtas cantando Danny Boy. Y que el aniversario del fusilamiento de Torrijos un gaitero vaya de la plaza de la Merced a la tumba de Boyd, para que la música una los corazones separados… O que la noche de Navidad cantemos unidos O come Ye y Adeste fideles. Y en las noches de verano, un maestro toque Rumores de la Caleta y los nocturnos de Chopin, a la luz de la luna. Todo esto es posible. Los que tienen miedo de que el lugar pierda su decadente encanto, que estén tranquilos La decadencia es una hermosa forma de ser y de vivir como la lápida de Violette: «lo que viven las violetas», como la de la señora que reconoce que su vida ha sido el amor a los libros y los gatos. Las alineadas germánicamente sepulturas de los náufragos de la Gneisenau. Las cuatro tumbas de pilotos de la RAF que murieron en la bahía, abatidos por los alemanes. Y nunca olvidaremos que en nuestra Caleta reposan los restos de «Billy Beyts». Los que hayan visto la serie The Crown, recordarán el mágico momento en que ese joven tiene que comunicar en la soledad de un Tree House en Kenia a una joven enamorada en viaje de bodas que su padre ha fallecido. Solo se le ocurre decirle «el Rey ha muerto, viva la Reina». Esa joven hoy solitaria, de pelo plateado con noventa y cinco años mantiene sobre sus hombros encorvados el peso del Reino Unido, no sabemos por cuanto tiempo. A muchos españoles nos gustaría que nuestro Rey Felipe contara con ese amor de su pueblo.