Mariano Vergara Utrera

9 DE JUNIO

Un concierto de Riqueni lleva
siempre consigo lágrimas y dolor,
como la vida misma, que no es
sino una serie acompasada de
traiciones y decepciones con la
única salida de la muerte

Daban las ocho en punto de la tarde y Rafael Riqueni bajaba por la humilde oscuridad de la escalera del XVII, con todo el peso a cuestas de lágrimas y gloria, guitarra española en mano y aire de Roma andaluza plateando su cabeza. Tiene el maestro una hermosa cabeza de patricio de frecuente existencia en nuestra tierra con el ADN imperial incrustado en muchos de sus hijos. Unas manos grandes de largos y nudosos dedos, que a la belleza de su aparente fragilidad unen la fuerza con que aprisiona la guitarra contra su pecho, ayudándose con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, con esa elegante forma de sentarse que tienen los aristócratas del alma y los místicos. Como cuando Juan Ortega, trianero como Rafael, sujeta el capote de cinco kilos con dos dedos y traza en la arena una verónica que dura una hora. Esto debe darlo la tierra, el aire del rio o la gracia pajolera de la que cantaba El Pali. Hay algo del Greco en su mirada limpia y en su cuerpo espiritualizado por tanta tristeza de años de autodestrucción, cuando en la vida de todos se llega a un momento en el que, el siempre presente Lorca, asegura que nos llena el sentimiento más terrible, el sentimiento de tener la esperanza perdida. Y eso trae consigo el hundimiento, la soledad, el abandono y, a veces, hasta la estigmatización de las manos, algo muy grave cuando un hombre se gana la vida con ellas. Se conoce a las personas por muchos gestos, por movimientos, por miradas. Y por abrazos. El abrazo abre el corazón de los hombres y abrazar a Riqueni es como sentir entre tus brazos el cuerpo exangüe de Cristo lacerado, que resucitó glorioso del alcohol, de la muerte del padre amado y otras sustancias venenosas entre los vencejos del comienzo del verano.

A estas alturas del inicio del concierto que se inscribe en el ciclo de bellísimo nombre ‘Hondos caminos del flamenco’, que ha nacido con vocación de continuidad y que dirige ese hombre del Renacimiento que es Carlos Martín Ballester, profundo conocedor de los arcanos del secreto de las cosas, con el patrocinio de la Fundacion Unicaja, que también empieza a despertar de un sueño de siglos como la bella durmiente, todos los asistentes que abarrotamos el hermoso patio del Museo de Arte y Costumbres Populares tenemos en la garganta la gota de plomo y esparto que anuncia que va a empezar el dolor. Porque un concierto de Riqueni lleva siempre consigo lágrimas y dolor, como la vida misma, que no es sino una serie acompasada de traiciones y decepciones con la única salida de la muerte. Ser en la vida romeros, romeros solo. Y eso está bien. ¿O por qué creen que los jóvenes agnósticos siguen el camino de Santiago? No hay meta, solo camino. Y Riqueni lo sabe. Porque ya ha hecho el camino de vuelta.

Sentado entre las columnas toscanas del patio, tan elegante y digno en su humildad –la del patio y la del maestro– es la viva imagen de la eterna grandeza de esta tierra orgullosa de ser como es, incluso y, sobre todo, de ser tan vieja. El plástico de las sillas profana un lugar sagrado como es el patio empedrado de esta posada arriera, que lleva cuatro siglos de pie, que hace muchos años dos malagueños ilustrados y olvidados, Baltasar Peña y Enrique García-Herrera, convirtieron en museo, no excesivamente conocido por los que veranean en zonas falsamente tropicales o realmente selváticas y casi mejor que sea así. En Málaga siempre se corre el riesgo de que te bauticen con algún mote espantoso y la belleza y la magia desaparecen entre oleadas de personas, nativas o no, felices en su ignorancia. Tampoco hacen falta las pancartas, porque nadie pone en los pasillos de su casa una pancarta diciendo que aquella es la casa de fulano, que es quien paga la merienda. Por los clavos de Cristo, un mínimo de estilo y de clase… aunque está muy bien que las paredes no luzcan un blanco inmaculado como de decorado y que los faroles tengan la intensidad de luz necesaria únicamente y que los macetones de la Colonia de Santa Inés luzcan su barro original, sin vidriados innecesarios. A Ruskin le parecería perfecto, porque no ha perdido su aire de posada, de casona vieja y parece que van a oírse las pezuñas de los caballos de los arrieros entrando por la puerta que da al conato de río, tan turbulento a veces.

Rafael Riqueni nació en Triana. Después cruzó el ancho río con sus padres con las connotaciones que eso lleva consigo y vivieron en el Arenal, donde vivía El Pali, otro genio inmenso en arte y gracia y a lo mejor se conocieron. Yo no lo sé. No soy experto en nada y mucho menos en flamenco, que para eso están Carlos y Ramón Soler. Solo intento transmitir la emoción de una tarde de avanzada primavera en la que un hombre tiene la elegancia de tocar ‘Lágrimas’, dedicada a Paco de Lucía, a pesar de las diferencias estilísticas, culturales, ambientales e históricas que los separaban. Riqueni ha seguido siempre un camino propio, sin miedos, lejos de modas y novedades. No se trata de ser mejor, o peor, se trata de ser uno mismo y no traicionarse nunca. La lealtad de Riqueni a sí mismo es absoluta y eso merece un respeto imponente. Aunque solo sea por la ternura con que sin darnos cuenta nos lleva a la vieja escuela flamenca. Y en este sentido la escuela sevillana de antes, la de Sabicas y el Niño Ricardo, está presente en su obra desde los catorce años, pero también el mundo de Albeniz y Falla, el mundo del XIX, con ecos orientalistas y hasta da la impresión de que el aire trae olores a ron, caña, tabaco y brea, que llegaba en el Galeón de Manila… porque frente al cambio general y total que se produce en los años setenta, Riqueni sigue en su mundo, fiel a la tradición del pasado, que es la suya propia. Honestidad y respeto, y hasta amistad con el genio Paco de Lucía, pero ‘Alcázar de cristal’, ‘Parque de María Luisa’, ‘Herencia’ son joyas propias y personales, que nos llevan a un pasado lejano. En el parque jugaría de niño y tendría algún escarceo adolescente cerca del monumento a Bécquer, esa belleza que rodea un árbol, que en su crecimiento por la fuerza de la vida partió el mármol, que intenta gloriar a las arpas perdidas, los monasterios abandonados, las golondrinas que no volverán, pero también a los chales de Cachemira, a los rebaños de elefantes y a los quioscos de malaquita, porque ahí están el romanticismo y el modernismo.

«Sevilla tuvo hace años bailes y cafés cantantes…» cantaba El Pali en una evocación melancólica de un mundo perdido. Pero también la música de Riqueni nos lleva mucho más atrás, hasta el propio Bach, hasta el Siglo de Oro con la cadena que cruzaba el rio para impedir la subida de los piratas berberiscos, como un símbolo que une Sevilla y Triana, hasta los barrocos que vivían en la collación de Santa Cruz durante el Quinquenio Real, cuando la corte española se trasladó al Alcázar en un intento de recuperar la alegría de vivir del primer Borbón, melancólico seguramente de la Francia perdida y su hijo Fernando VI y, sobre todo aquella «fea, pobre y portuguesa» Bárbara de Braganza de alma altamente sensible, se llevó a Sevilla a los Boccherini y compañía, que allí se encontraron con los Nebra, los maravillosos compositores e intérpretes barrocos sevillanos y el antequerano Mirabal, constructor del primer piano que se construye en España… escuchen una pastorela de José de Nebra y me dirán si no está presente Riqueni, o al revés. Y las lágrimas son las mismas. Y en los bises que interpretó, tiró de algunos cuplés y coplas de Concha Piquer, la voz más cristalina de esos años en su soberbia implacable, que siempre me trae el recuerdo de una gramola en casa de mis abuelos con placas de pizarras y agujas que llamábamos púas.

La música revuelve el alma y cuando acabó el concierto había lágrimas en los ojos y emoción en las voces entrecortadas de los comentarios. Al pasar el maestro por la galería superior del patio, volvieron las ovaciones y los bravos. Una voz inteligente gritó, «maestro, toque desde la baranda». Era el símbolo del reconocimiento de genio. En momentos así, me reconcilio con la humanidad. Él sonrió y había una veladura en sus ojos.