Vista de la catedral de Málaga en un día nuboso. (EFE/ Jorge Zapata)

Al sur del sur

por MARIANO VERGARA

Conversando bajo la lluvia

Ni la cultura, ni el arte son imprescindibles, salvo para ser persona, lo cual no es poco. Y además conversar sobre conceptos o abstracciones evita que hablemos de algo tan deleznable como eso que hoy llamamos política.

Ha vuelto a llover en Málaga. Después de meses de polvo, sudor y lágrimas producidas por el viento que agita los molestos plátanos de Indias, vuelve a llover. Tampoco es que sean Las lluvias de Ranchipur, que era una película en colorines technicolor de antes de la Transición, que juro que existió. Pero es una lluvia civilizada y real. Una lluvia mansa que hace necesario el paraguas, que refresca las plantas a las que deja con las hojas relucientes y con olor a tierra húmeda, baldea el pavimento y da a las calles un aspecto de una cierta esperanza. La lluvia mansa es siempre símbolo de civilización, de sociedad confortable y de charlas sobre temas que no tienen nada que ver con la corrupción ambiental.

Ayer tarde cogí el paraguas que mi padre usaba, porque es elegante y al parecer resistente al paso de los años y marché hacia el café en el que había quedado con dos amigos. El centro histórico de esta ciudad ha cambiado de tal forma que la plaza del Obispo, antes casi imperceptible, parece bajo la lluvia un trocito de Florencia con sus capiteles corintios, sus mármoles de colores, sus columnas de orden gigante y hasta con Miguel, un barman de los de antes, que hace un Negroni tan excelso como en la piazza de la Signoria. La vecina grúa gigante que intenta solucionar el problema de las cubiertas catedralicias ha descubierto en su anclaje elementos arqueológicos importantes del calcolítico, con lo que resulta que somos mil años más viejos de lo que suponíamos al creer que nos fundaron los fenicios hace solamente treinta siglos.

Mis amigos son un matrimonio de investigadores de verdad, Maribel y Raúl, con cuya amistad me gozo y aprendo. Pertenecientes a esa especie antes ridiculizada y menospreciada, hoy dotada de escasos recursos para sus propósitos académicos descubridores. Liberales, cultos, civilizados, amantes de la música y tan valientes como para ir de vacaciones con su numerosa familia, nietos incluidos, a recorrer Polonia desde la Venus del armiño de Leonardo en Cracovia, hasta Nowa Huta, la ciudad resueltamente atea, creada por el régimen soviético, hasta que apareció un hombre llamado Karol Wojtyla. Sentados a la mesa de una terraza al aire libre, con el frescor húmedo del comienzo del otoño, un indio sij con turbante incorporado y perro al lado, mayoría de guiris alrededor y la lluvia cayendo tranquila y pacíficamente. Frente a nosotros el Teatro Romano y la Alcazaba árabe. A la derecha el espléndido edificio neoclásico de la Aduana, bajo el que se supone el foro romano y cuya balaustrada superior se corona de bustos graníticos, que encierra tesoros como el guerrero hoplita encontrado en calle Jinetes. Bajo nuestros pies, ruinas fenicias y romanas. A nuestra espalda, el Museo Picasso del que hay poco que decir que no se haya dicho, salvo la verticalidad de tres mil años de historia del arte en vertical, la perfecta conjunción de un palacio renacentista con los blancos cubos de la parte posterior y con la verticalidad aérea de las altísimas palmeras washingtonias y la plaza metafísica de la Higuera. Muy cerca, la plaza de la Merced que acoge el lugar de nacimiento del arte, que ya no se sabe si es clásico o revolucionario, o las dos cosas a la vez, y el obelisco de la Libertad. Junto a él, el palimpsesto de la historia de la ciudad, capa a capa en orden sistemático.

Acompañados por café y té verde con hielo, la conversación en voz animada, pero en tono bajo, no puede girar sino en consonancia con el marco. Y hablamos de música, porque Raúl acaba de oír en casa antes de salir un concierto de órgano de Bach, al que calificamos como el Adán de la Capilla Sixtina, que está a punto de rozar el dedo índice del Creador. Y se nos ocurre que hay que sacar la música a la calle, para demostrar a la gente que el mundo clásico no es aburrido. Porque si es aburrido no es arte. Y montar la Obertura 1812 de Tchaikovsky al aire libre con cañones y campanas ante el Museo Ruso. ¿Por qué no? Y hacer una fanfarria de trompas doradas desde la balconada de la fachada frontal de la Catedral, que sea replicada desde la azotea del Palacio Episcopal. ¿Por qué no? Esa plaza es un teatro literalmente y parece que no se enteran quienes deben enterarse. Y hacer conciertos constantes, charlas, cursos, abrir los conservatorios, renovar al público actual, tan honorable y docto como anciano, cuando en la ciudad hay más de tres mil chicos y chicas en las bandas de música de la Semana Santa. Porque el Auditorio lo vamos a hacer, con el gobierno central, o sin él, sobre la base del grandioso proyecto de Agustin Benedicto, porque esta generación y este alcalde lo hemos decidido y no van a pararnos. Y colocar en los jardines de calle Císter el prodigioso soneto de Gerardo Diego, que comienza con un verso tan al día como “naciste de la pura geometría…”.

Seguimos soñando los tres, lo cual es muy reconfortante porque antes de la ejecución siempre existen los sueños, que no es más que la definición ática de
potencia y acto. Y se nos ocurre hacer un ciclo sobre la base de Ciencia y Cultura, o Música y Ciencia, pero no queremos dejar atrás la pintura, la escultura y la arquitectura. Las notas siempre estarán en el aire. Esperando que un bebé de un año venga a recogerlas, como me enseña Maribel en un video de una nieta que agita sus manos y sus pies no muy desacompasadamente, cuando su padre oye en casa alguna obra clásica. Y hablamos del orden en Palladio y de la música neoclásica y hasta del Quinquenio real en Sevilla y la familia Nebra, que aconsejo vivamente escuchar a los que no la conozcan. Ahora, mientras escribo, oigo el carillón de las doce del mediodía en la torre de la Catedral y recuerdo que también ayer hablamos de las obras para terminar el edificio tan majestuoso y elevado, que hace unos días hizo exclamar a Juliette Binoche “mañana tengo que venir a verla, porque hace falta creer mucho en Dios para construir algo tan monumental”. Y hablamos de exposiciones, de las buenas y de las innecesarias, pero de las que también hay que enseñar a los niños y explicarles en una constante tarea de amor y pedagogía. Esto no tiene nada que ver con el valor de un centímetro de un cuadro famoso en relación con un apartamento en Tokio. Ni la cultura, ni el arte son imprescindibles, salvo para ser persona, lo cual no es poco. Y además conversar sobre conceptos o abstracciones evita que hablemos de algo tan deleznable como eso que hoy llamamos política. Hasta Maquiavelo vomitaría.

Una chica medio enloquecida por la droga lanza un discurso en español e inglés, explicando a los tertulianos en la terraza, que está así por falta de oportunidades, la he oído ya muchas veces y parte el alma y uno siente ganas de partirle el alma a los traficantes y a los que consumen moderada y elegantemente en fiestas y saraos incluso públicos. Un hombre derrotado se acerca con un pan en la mano y pide una limosna para comer. Y aunque sea para beber, ¿no tiene derecho a beber lo que quiera después de los palos recibidos en una amarga vida, o pretendemos que lo invierta en bonos del Estado o en un fondo de inversión?