La Catedral de Málaga en una imagen de archivo ( EFE/ Jorge Zapata)
Al sur del sur
Una habitación con vistas
Allí hemos sido niños, hombres, abogados, gestores, cuidadores, cultivadores, alumnos y maestros, lo que había que ser en cada momento.
Hay mucho de James Ivory en las vistas de la Catedral desde los balcones de mi casa en Málaga, pero sobre todo en el título del artículo que le he tomado prestado a su película sobre dos inglesas en Florencia y de la transformación vital que van experimentando con solo la contemplación de la belleza y el hecho de vivir sumergidas en ella. Puedo dar fe de que este tipo de cosas suceden fuera de la pantalla y de las páginas de los libros. Y uno tarda bastante en olvidarse de eso que dicen de que en Málaga hay que vivir mirando al mar. Yo siempre lo había hecho, pero ahora comienzo a entender lo que afirmaba Saramago de que “el mar evoca la muerte”, aunque el tiempo que va huyendo, como decían los relojes de casa de nuestras abuelas, ayude bastante a ello.
Ahora no tengo al mar frente a mí, sino la interminable – en sentido espaciotemporal a la vez – fachada de la Catedral. Y ahora comprendo los versos que le dedicara Gerardo Diego. Aquel soneto que reza: “Naciste de la pura geometría/ blanca en la mente azul delineante/ y eres proyecto siempre, alzado instante/, espuma puesta en pie, cuajada y fría, / mas tan real de piedra y teología/ que se me van los ojos al bramante/ incorruptible, a la plomada amante/de que Dios más que nada se gloría.
Clarividencia de arcos y de claves/ visitada por ángeles bautistas, / aula que a fe me mueves y descalzas, / roca y cristal de sal, rada de naves/ tu alumno quiero ser si a ti me alzas, en vuelo anclado palpitando aristas.”
Solo la difícil temeridad del uso de la palabra exacta puede encerrar en catorce versos tanta grandeza y, sobre todo, tanto acierto en definir exactamente lo que es esta – y no otra – catedral. Solo la incorregible atracción por los charcos políticos que siempre me ha perseguido, me lleva hoy a escribir sobre uno de los símbolos de la ciudad madre. La inacabada Catedral, que no es una discapacitada, ni una sinfonía inacabada, sino «proyecto siempre, alzado instante» lleva trazas de corregir a la belleza de un verso con la realidad de una eterna realidad.
No es universal la opinión, pero como decía Muñoz Seca, los extremeños se tocan. En este caso los malagueños. Los tradicionalistas recalcitrantes, que suelen pisar el suelo del templo exclusivamente cuando en Semana Santa algunas cofradías hacen algo parecido a una estación de penitencia, ascendiendo los tronos por una horrorosa rampa metálica y mimética al artefacto dorado sobre el que entra Cleopatra en Roma en versión Liz Taylor, coinciden con los modernos, los puristas y, en general, con los que nunca pisan una catedral, que utilizan argumentos arquitectónicos de carácter dogmático, tomados de una apresurada lectura de las teorías de William Morris, que como todo ser humano, acertó y se equivocó en varias ocasiones.
A ellos hay que añadir las instituciones políticas, sociales y religiosas, apartados todos ellos susceptibles de subdividirse en subapartados múltiples, en un avispero al que solo el hecho de que a la fuerza ahorcan ha puesto fin. La humedad, las lluvias, las sequías, los soles abrasadores de los mediodías de terral en meses romanos de verano, e incluso las deyecciones de las insoportables palomas, gaviotas y demás agresivas ratas voladoras, llevaron a las bóvedas de la Catedral a una situación tal de abandono, que ha habido que olvidarse de criterios inconsútiles y empezar a alzar las cubiertas cuyos planos había dejado diseñados de forma cuasi milimetrada, ni más, ni menos, que Ventura Rodríguez. Contemplar los alzados de Vanvitelli provoca un efecto aéreo de belleza de una arquitectura eterna.
Debo reconocer que estoy enamorado de la Catedral. En un país libre cada cual se enamora de quien quiere, o de lo que quiere. La Catedral es uno de los más altos objetos de mi veneración, porque he pasado allí muchas horas de mi vida, porque la conozco muy bien, porque mis padres nos llevaban los domingos a misa en familia, porque hice allí la primera comunión, porque personas a las que he querido mucho vivían prácticamente en ella, porque nuestro despacho de entonces, Vergara Abogados, orgullosamente la inscribió en el Registro de la Propiedad, porque allí he aprendido mucho de personas sabias, algunos religiosos, algunos arquitectos, algunos artistas.
Porque allí he sido muy feliz y también he sufrido lo mío, y en este caso tanta fuerza tienen la felicidad como el sufrimiento, porque restauramos las campanas y se instaló el carillón, que ahora oigo desde mi casa las tardes de invierno con un té y un libro en las manos. Y junto con la Fundacion Unicaja se celebraban conciertos en Navidad con las naves refulgentes como una Domus Aurea y en Cuaresma a luz de los hachones cuando Ocón volvía a su casa con su Miserere, en los que las más prestigiosas orquestas y coros de Europa impresionaban a la gente y a su vez se impresionaban con el sonido de los cuatro mil tubos de los dos mejores órganos barrocos que existen en España.
Allí hemos sido niños, hombres, abogados, gestores, cuidadores, cultivadores, alumnos y maestros, lo que había que ser en cada momento. Allí veíamos a mi abuela construir el monumento al Santísimo el Jueves Santo con las grandes ánforas de plata. Y cuando murió mi padre, que nos enseñó la belleza de la liturgia, al que tanto añoro y con el que no sostuve alguna conversación que habría terminado en un abrazo emocionado y al que nunca dije por puro pudor masculino cuanto lo quería, allí depositamos la cruz que había estado siempre en su despacho y que le había regalado la irresistible e irritante figura genial de Ana de Pombo. Para entonces ya me había fijado en la sepultura de don Luis de Torres, malagueño y arzobispo de Salerno, cuya importante vida habrá que contar algún día. Una obra excelsa de Guglielmo della Porta, discípulo de Miguel Ángel, que recuerda a la del Doncel de Sigüenza, convertida la muerte en un sueño en bronce, que como suele ocurrir con tanta frecuencia se encuentra situada en un rincón oscuro de un recinto luminoso.
Vuelvo a las imperfecciones constructivas de la Catedral, no en el sentido de Torres Balbas, que no se enteró de nada cuando vino a contemplarla, Nuestra catedral es un edificio tan hermoso y tan romano, tan complicado arquitectónicamente, que soñarlo terminado provoca escalofríos, al menos a mí. Piensen en esos cubillos cuyos bajos parecen torreones defensivos, cuyas gárgolas son cañones, cuyas fachadas laterales parecen edificios nabateos en Petra. Piensen en la más alta de las bóvedas de las catedrales españolas, una construcción renacentista con la altura del más esbelto edificio gótico.
La ciudadela torreada de la que hablaban los arquitectos del equipo que redactamos el Plan Director de la Catedral, que creó y capitaneó Don Jesús Catalá, sin olvidar a nadie Y ahora que se ha empezado a solucionar una parte de sus patologías, habrá que provocar un esfuerzo colectivo, que es como el hombre siempre ha cumplido sus sueños y ha llevado adelante sus grandes construcciones. Hay que terminarla aunque solo sea para dejar de oír ese apodo espantoso, y que los guías dejen de contar leyendas acerca de su estado inacabado. Decía Santo Tomás en la Summa Teológica que tres condiciones se requieren para la belleza: integridad, consonancia y claridad. Ya gozamos de las dos últimas condiciones. Vamos a por la primera.