El genio austrohúngaro
Favoritenstrasse es una larga y recta calle del centro de Viena, casi siempre silenciosa, flanqueada por edificios oficiales de color blanquecino y altas ventanas, que albergan los restos de la gigantesca burocracia administrativa de la época imperial. La calle toma su nombre de la residencia imperial de verano, favorita de los Habsburgo y en la cual murió Carlos VI, nuestro «archiduque Carlos», excusa o coartada para el nacimiento del problema catalán en la Guerra de Secesión Española. Carlos VI, educado en España, se enamoró de nuestro país y sus costumbres y cuando fue proclamado Emperador, quiso construir un Escorial austriaco en Melk – de donde salió siglos antes Adso, el joven lego de ‘El nombre de la rosa’- creó la Escuela Española de Equitación, copió literalmente todo el protocolo borgoñón de sus primos españoles en la corte vienesa y construyó la grandiosa iglesia de San Carlos.
Su hija, la gran María Teresa, se negó a volver a pisar la ‘Neue Favorita’ después de la muerte de su padre y la vendió a los jesuitas, poco antes de que su hijo José II los expulsara del Imperio. La Compañía construyó en aquel lugar la escuela oficial para la preparación y enseñanza de los jóvenes nobles de todos los territorios y nacionalidades del Imperio, que iban a ocupar los puestos más destacados de la, insisto, gigantesca burocracia imperial. Dicho sea esto en sentido admirativo. Al fin y al cabo lo llevaban en la sangre, como su antepasado, Felipe II de las Españas, el Prudente Rey Secretario. La escuela se llamaba y se llama ‘Theresianum’, y allí estudió Alfonso XII, que después casaría en segundas nupcias con la virtuosa austriaca María Cristina de Habsburgo. En el siglo XX se admitió a jóvenes burgueses austriacos y europeos. Allí estudiaron el mariscal Radetzky, Joseph Schumpeter, Coudenhove-Kalergi, Kurt Waldheim, Christoph Waltz y Ernst Gombrich, según consta en el libro de ‘Notable alumni’ de la institución. El latín seguía siendo usado en documentos oficiales en la década de los setenta del pasado siglo, cuando tuve la fortuna de pasar unos meses en el ‘Theresianum’, uno de los lugares de mi vida en los que más he aprendido en menos tiempo.
Toda esta larga introducción no es gratuita. En ella aparecen algunos rasgos importantes de la compleja estructura que fue el Sacro Romano Imperio Germánico y después Imperio Austrohúngaro. La estrecha relación hispano-austriaca, la constitución de Austria como un baluarte en el este contra turcos y protestantes –eso significa Austria, Imperio del Este – como España lo era en el oeste, la prodigiosa capacidad habsbúrgica para conciliar y ensamblar a los contrarios y diferentes, la convivencia de pueblos enemigos, gracias a una cierta autonomía y la carencia de algún tipo de nacionalidad imperial austriaca, la religiosidad católica, muchas veces convertida en prolongadas ceremonias litúrgicas, tan deslumbrantes como carentes de una sólida fe – «es necesario creer en Dios, pero no hace falta demostrarlo» – el papel fundamental de la burocracia y el ejército en la vida diaria del Imperio, la creación de centros oficiales de estudio, que prepararan a las elites que iban a gobernar…
El Theresianum es un lugar de estudio en una ciudad de estudio en un país de estudio. No he encontrado un título mejor para estas líneas que el del formidable ensayo de William M. Johnston. Viena es algo más que el apfelstrudel y la sacher torte y resulta curiosa la correlación entre beatería y alta repostería. El merengue convivía con el psicoanálisis. Y es algo más que los caballos lipizanos, que nacen oscuros y solamente el tiempo los convierte en níveos, como en los cuentos de los bosques de Viena. Y algo más que la Gloriette de Schonbrunn y toda la familia Strauss al completo en el escenario del Musikverain en el día de Año Nuevo, mientras los orientales tocan palmas, sin entender nada, al ritmo de la marcha a cuyos sones desfilaba el ejército de uniformes blancos y celestes ante Francisco Jose y frente a los palacios amarillos del K.und K., real e imperial. Quizás al mismo tiempo, en Mayerling, el heredero archiduque Rodolfo se suicidaba junto a su amante adolescente Maria Vetsera a los sones del adagietto de la Quinta de Mahler. Y mientras la Emperatriz Isabel curaba sus frustraciones cepillando su interminable cabellera en Madeira, donde también moriría el último emperador, Carlos I hoy en vías de canonización, al mismo tiempo un judío vienes – otra vez un judío que cambiaría el mundo – estudiaba la neurosis en su casa de Bergasse. Y sonaba un lied de Schubert. Isabel de Austria acabaría asesinada en Ginebra, a los sones de «Sangre vienesa». Y Mauricio Paleólogo, descendiente de los emperadores bizantinos y embajador en Francia relataría el asesinato a Eugenia de Montijo a los sones de ‘Muerte y transfiguración’. La muerte siempre presente en Austria, siempre.
Viena, que afluye en oleadas en el recuerdo al que nos aferramos en estos meses sombríos carentes de esperanza, cuando parece que ya nunca oiremos reír a los niños en los jardines. En Viena se aprendía andando sin rumbo, como un «flaneur», oliendo las rosas del Belvedere, estudiando la liebre de Durero en la Albertina, tomando un café en cualquier konditorei mientras observaba a una señora anciana con la digna miseria de la elegancia ajada, quizás una judía superviviente de Mathaussen, o una hija de un funcionario imperial que limpiaba los zapatos al emperador – ‘Viena a sus pies’ – o una antigua cantante del coro de la Stadtoper, relamiendo un trocito de tarta que sería su cena hasta el día siguiente, pero que te sorprendía leyendo un libro de Thomas Bernhard…o en la Heldenplatz oír en sueños a las masas brazo en alto, aullando Sieg Heil, mientras «el pintor de brocha gorda» enronquecía sublimando sus obsesiones político/sexuales, apelando a los héroes del Walhalla, al Volkgeist y al Lebensraum desde la balconada del Hofburg. Cómo pudo Austria olvidar tan pronto el asesinato del canciller Dolfuss por los nazis? Nunca hubo una comunidad cultural entre Alemania y Austria. Wagner nunca seria austriaco, ni Mahler habría sido alemán.
Austria de Biedermeier, y de Alban Berg y de Karl Popper y de Steiner y de Magris y de la Secesión vienesa y de Klimt y de Otto Wagner y de Egon Schiele y de Kokoschka y de Adolf Loos y de Arnold Schomberg y de Robert Musil y de Herman Broch y de Sacher-Masoch y de Alma Mahler y de Viktor Frankl y de Hoffmanstal y de Wittgenstein … a veces dudo que todo naciera en el olímpico sur y pienso que fueron ellos, los de la Mitteleuropa, los que inventaron todo, o quizás entre unos y otros crearon al monstruo. Qué fue de tanta grandeza? Tantos sabios, qué se hicieron?
Viena de la gran música, la más grande que nunca ha existido, porque los compositores nacían allí, o iban a residir en la ciudad porque los ilustrados déspotas que imperaban por designación divina eran melómanos y les daban acogida y Jose II cogía en brazos a un Mozart niño, y Brahms componía ‘El réquiem alemán’ posiblemente profetizando la hecatombe que acabaría con el mundo de ayer y Thomas Mann escribía la caída de los Buddenbrook, antes de marchar a Davos con Hans Castorp a recuperar la salud en la montaña mágica. Pero también sonaban en palacio las notas majestuosas del ‘Vals del Emperador’, después de una cena servida con la etiqueta española de todos los platos y cubiertos sobre la mesa, y Stefan Zweig se suicidaba en Petrópolis y un doliente y joven Torless acompañaba sus tribulaciones con Trotta, que no tenía fuerzas para suicidarse en Galitzia.
Viena es una tarta trufada de cianuro. Y la obsesión por la muerte que se ventea por unas calles sin niños y sonrientes ancianas de color de rosa y esbeltos caballeros posibles verdugos nazis, o violadores soviéticos. Todo ello me hacía huir del Graben y deambular por el Ring, o marchar en tranvía a Grinzig y entrar en cualquier «heuriger», las tabernas en las que beber el oro pálido del vino nuevo. O ir a visitar a la infanta Margarita en el Kunst, en terciopelo azul y cenefas de plata, uno de los más hermosos de los múltiples retratos que Velázquez pintó para su matrimonio con quince años con su tío y primo Leopoldo I. Allí estarán sus cuerpos corruptos en la cripta de los Capuchinos junto a tanto matrimonio incestuoso por causa de la pureza de la sangre, que acaba en prognatismo y degeneración. Allí, donde en un prodigio de decadencia cantan los rubios infantes vieneses. O deambular por las naves de la catedral de San Esteban los días que había concierto de órgano O sentarme a oler las rosas en un banco en los jardines de Belvedere, donde se declaró la independencia de Austria en 1955. En el Prater aún se oía silbar al tercer hombre. El nacionalismo austriaco suele seguir el ritmo de un vals.
Austria, madre de naciones como su prima España y manantial inacabable de sabiduría, convertida en una pequeña república sin salida al mar, la única nación de todas las ocupadas por el ejército soviético libertador – qué sarcasmo – que consiguió salir de la esfera comunista. También alguna semejanza con España. En Austria hay dos coronas imperiales. Una, la de Carlomagno, sacra, ungida, de forma octogonal y con una gran cruz. Otra, la imperial, que como en España no se impone, en forma de mitra de puntas dobladas, en la significación del origen divino del poder imperial sobre pueblos y personas. El escudo imperial tenía un águila bicéfala, una corona imperial, un cetro y un orbe. Hoy el águila ha perdido una cabeza y porta una corona mural, las patas ostentan unos grilletes con cadenas rotas y las garras sostienen una hoz y un martillo. La interpretación oficial del escudo no coincide con la que nos contaba sutilmente una profesora del Theresianum. La que cualquier persona inteligente puede imaginar. Quizás, sin saberlo nosotros, ya había empezado a practicarse tibiamente la corrección política.
Hace cuarenta años que no he vuelto a Austria. Escribo de recuerdos, que se mezclan con sueños. No sé si llegué a conocer a Torless. Hay que alcanzar la edad de Aschembach para comprender la naturaleza inasible de la belleza. En cualquier caso, ya debe haber muerto. Pero me gustaría volver. Y espero volver. A la vieja Austria de altas montañas, que esconden algo más que profundos valles y azules lagos. Y a la amada Viena. Y tomar un café y después andar y andar. Allí descubrí tanto…casi todo lo que ha ocurrido después.