La Caleta como forma de vivir
Una esbelta voluta de lavanda, espliego y palo santo se eleva hacia el techo del salón, como en un cuadro de Fortuny, mientras se oyen las notas quebradas de Rumores de la Caleta de Albéniz, interpretada por Alicia de la Rocha y una fina lluvia persistente tiñe de verde intenso las hojas de los plátanos de Indias del Limonar, ya renacidos con la primavera estallante, que recubre el seto recortado de cipreses, manchándolo a intervalos con el morado oscuro de las buganvillas. La paz y el silencio a los que acompañan las teclas del piano se hacen densos, interminables, como un signo de civilización. Una jarra de cristal de Murano elonga su cuello rivalizando con una blanquecina ánfora romana, que contrasta con una diosa de bronce negro de Benín. La tarde huele a Sorrentino y parece aguardar la aparición inteligente de la mirada escéptica de Toni Servillo en el marco de La grande bellezza. El olor, el sonido, la mirada, el tacto de la porcelana y el sabor del té negro con limón y canela activan los cinco sentidos en la plenitud de la vida. Lo que podría ser un escenario romano, con toques arabizantes y lavanda inglesa conforman una forma de vida, que puede ser llamada la Caleta. Y así se llama. Un lugar mágico que, tanto los que aquí nacimos, como los recién llegados, los muy escasos adinerados y la empobrecida clase media, los de muy alta sensibilidad, como los romos de espíritu, no estamos dispuestos a tolerar que se nos arrebate. Y menos aún, a que la codicia, la avaricia, la astucia y la rapacidad destruyan una forma de ser y de vivir, que lo mismo pueden ser sentida y vivida en el Monte de Sancha, el paseo de Sancha, el Limonar, el Miramar, Bellavista, Pedregalejo o Churriana. Porque la Caleta es una forma de vida y matarla constituye un asesinato, una manifestación de barbarie, una muestra de incultura, un desprecio a la armonía y a la belleza. Y vamos a defenderla, porque hasta aquí hemos llegado. Si hace falta, llegaremos a la pobreza inerme de los Durrell en Corfú e intentaremos ganarnos lo que nos quede de vida de alguna forma decente, incluidas la venta de castañas, pero ya no vamos a consentir más desmanes urbanísticos. Con la ayuda de las autoridades, o sin ella. Y por supuesto que no dudamos ni por un instante en que las autoridades están, o van a estar a nuestro lado, porque los elegimos y pagamos con el agotador producto de seis meses al año, que trabajamos para pagar sus ingentes salarios en forma de asfixiantes alcabalas y canonjías, para que encima nos traicionen.
Los que ansíen enriquecerse de la noche a la mañana y pasar sus miserables vidas amasando dinero como se amasa el pan en una tahona con el fin de ser los más ricos del cementerio, o del horno crematorio y posterior columbario o esparcimiento desparramado, disponen de millones de metros cuadrados en puntos vírgenes de la ciudad, en los que pueden construir los esperpentos que quieran, si se lo permiten – insisto – las autoridades, pero sin destruir ni un árbol, ni una piedra, ni un edificio, que tenemos la obligación de conservar para nuestro deleite y el de las generaciones futuras. En la Caleta no queremos más hormigón, ni torres, ni edificios escalonados en extensión para ocultar su altura, ni falsas muestras de lo que algunos consideran progreso, ni falsos e inexistentes huracanes, que milagrosamente derriban en la noche las ramas gigantes de árboles catalogados, para hacer posible la construcción del oportuno adefesio. Salvo, claro está, en los terrenos yermos, o en fealdades de otras épocas, que también hay muchas, o en construcciones que llevan décadas en ruinas ante el incomprensible gesto imperturbable de alzar los hombros por parte de las autoridades. El progreso urbanístico y arquitectónico y hasta el amasar dinero con la ferocidad ginebrina de Calvino puede estar muy bien y ser lícito y hasta elegante, con algunas condiciones insoslayables: Que las administraciones correspondientes amplíen el catálogo de edificios protegidos en toda la ciudad, porque Málaga podría ser una inmensa Caleta, si los ciudadanos pudiéramos elegir lo que nos gusta y lo que no, lo mismo que eligen venir a vivir a Málaga Este, todos los que alcanzan un nivel de vida que se lo permite. Y todos esos edificios catalogados podrían ser objeto de muy sustanciosos negocios, si en vez de derribarlos, se convirtieran en pisos y apartamentos confortables, dignos y hermosos, como se lleva haciendo en el resto de Europa hace décadas. Empezando por Inglaterra, que sigue siendo ejemplar en muchos aspectos de la vida. Y el que no lo vea, o le moleste, es que no ha pasado de los acantilados blancos de Dover y habla de oídas. O de leídas.
Aquellos maravillosos palacetes y chalets destruidos con la ferocidad de las imposiblemente horteras razas perrunas peligrosas… Villa Carmen, Villa Carlota, Villa Rosa, el delicioso Hotel Belair, Santa Clara, Villa Mar, Villa Lucía, el eufónico Hotel Emperatriz, Villa Blanca, la incendiada Villa Trini, Villa Dora, Torre Alta, Torre Belga, Villa Soledad, Villa España, el Parque de San Antonio, el Parque del Rosario, el precioso Hotel Limonar, Villa Elvira, Villa Venecia, Villa Saint Moritz… y me olvido de muchas, muchísimas hasta llegar al Palo… y sé que muchos van a molestarse por leer esto. Lo siento, pero a mi provecta edad, lo asumo y lo digiero con un Omeprazol. Es la realidad y hay que asumir la verdad con la naturalidad con la que hay que asumir la vejez. Aparte de que no merece la pena, en mi opinión, alterarse por algo que hicieron personas que ya no están entre nosotros, aunque fueran nuestros parientes. Todos tenemos algún pariente impresentable y no pasa nada por garbanzos u ovejas más o menos negras, o tirando a gris.
La Caleta es vestir con una descuidada elegancia, casi negligente. Y no opinar, ni criticar, ni meterse en la vida de los demás, salvo que esos demás sean realmente insoportables. Vivir y dejar vivir. Bajar a la playa a una hora decente, darse un baño y sentarse en un chiringuito con una cerveza helada, en vez de empanarse en las finas arenas terrizas de nuestras playas. Ponerse un Panamá, o no, a gusto de cada cual. No llevar nunca pillacorbatas vecinos, ni la corbata tapando la bragueta. A ser posible, las tebas solamente azules. Desterrar el color albero de nuestras casas. Oír música, incluso clásica, que no hace daño, tener biblioteca en casa y leer los libros que no son de adorno, no raparse nunca el cogote, oler a colonias inglesas frescas o a Álvarez Gómez, no soñar con montañas de cigalas, bogavantes o nécoras, porque el marisco pobre malaguita de conchas finas, coquinas y bolos es delicioso, no decir nunca «un riberita», o un «verdejito”» ser naturales, irónicos y hasta sarcásticos, mezclar nuestra latinidad con una dosis británica y unas gotas – no más – de afrancesamiento. La Caleta es rebelarse pacífica, pero firmemente, porque nos enteramos de que una preciosa casa no catalogada, aunque con cristales emplomados y escalera y galería interior de roble inglés, está a punto de ser derribada y sus jardines de ecos persas van a ser arrasados por una excavadora. Y para ello, merendar cinco personas en la Casa del Monte, en la que vivieron Mercedes Formica, o Ava Gardner, o Rita Hayworth, o Simon Arbellot y Orson Welles o Hemingway, para organizar la protesta y reunir firmas, mientras tomamos champán y un bizcocho casero y huele a romero y lavanda y te regalan un tarro de cristal de deliciosa mermelada de naranja amarga de la calle Apamares, con un toque de jengibre, envuelto en elegante papel de estraza. Y los mosquitos no entran porque se colocan naranjas con clavo y canela. Y al final de la velada se reparten mantas escocesas para el oportuno resguardarse del relente de la humedad.
Y amar la Caleta es cuidar los jardines y sentir orgullo de las ceibas y cedros del Líbano y jacarandas y palmas reales de Cuba de sus jardines. Y el amor de la Caleta a sus cosas y a sus instituciones, que hace que en una situación de apuros económicos, se cree un grupo de treinta y cinco voluntarios para desescombrar y limpiar y remozar el Cementerio Inglés, el más romántico y melancólico de los de España, donde un chico de cabellos rojos, cuya imagen está en El Prado, espera la eternidad por los siglos de los siglos, después de haber entregado su hacienda y su vida por nuestra libertad. Y la Caleta es un padre que recoge jazmines al atardecer y los esparce por bandejas de la casa y una madre que ama las magnolias y una hermana, que hace un plum cake para las monjas de la Cruz, que se lo regalan a una yonqui. Y la Caleta es un marido enamorado después de décadas de matrimonio, que construye una fuente a su mujer, en la que un pequeño chorro de agua cae dulcemente entre damas de noche y jazmines, y el borboteo se mezcla con el eco de la conversación con sus amigos a la caída de la tarde.
Esta es la Caleta en pinceladas y pequeños rasgos y así es como nos gusta vivir y morir. Y no vamos a renunciar. Ni nosotros, ni nadie que quiera unirse, o venir a vivir con nosotros, siempre que se cumplan las estrictas reglas del club. Dinero queda poco, pero ordinarieces ni una. Y derribar una casa como la Atalaya es una ordinariez, entre otras cosas. Pedimos que se replantee la cuestión y que no se repita otro caso como Villa Maya. Y pedimos una revisión general del catálogo de edificios protegidos, o históricos por cualquier motivo, o razón de cualquier época. La Caleta es un conjunto, no una serie de viviendas aisladas unas de otras. La importancia histórica de la zona reside tanto en la forma de vida, como en el conjunto en sí mismo considerado, como un todo. En el que cada elemento tiene un papel que jugar. Y queremos mantenerlo íntegro, limpio y conservado. Como diría Scruton con la belleza como símbolo de la bondad. Y al fondo, como siempre, el mar, la mar de los marineros, visible desde nuestras ventanas y miradores.
Mariano Vergara
Pie de foto: La Atalaya, el precioso chalet de 1920 entre el paseo de Sancha y el Camino Nuevo