Un océano de silencio
Ksar Ghilen es un antiguo campamento beduino en el océano de silencio del desierto del sur profundo de Túnez, allá donde los letreros en francés han desaparecido, donde únicamente se habla árabe y las mujeres solo muestran un ojo. Hay que tener mucho cuidado con los escorpiones, que penetran en la tienda de campaña, pero cuando cae la tarde y el inmenso sol rojo baja hasta ocultarse en el horizonte, millones de luces se encienden en el cielo. Ni las más altas montañas, ni los más insondables océanos son comparables a la profundidad de la noche en el desierto. La bóveda celestial existe, el firmamento se curva y las estrellas aparecen tan brillantes y cercanas, que uno se olvida de la posibilidad de la picadura mortal y acaba por tumbarse en la arena de las cercanas ruinas romanas. Y el silencio atruena los oídos hasta el punto de escuchar los latidos del propio corazón. En el desierto el silencio es la norma de vida, pero más aún en la noche, cuando ningún sonido rompe la serenidad de los claustros de las esferas celestes. El silencio desterrado de occidente por insoportable, porque la modernidad europea exige sonidos constantes, sean los que sean, pero el hombre actual no puede vivir sin ruido, para intentar olvidar su profunda soledad. Los jubilados, que nunca han hecho deporte caminan a la velocidad que les permiten sus anquilosadas piernas de oficinas, provistos de enormes zapatillas deportivas, camisetas que muestran barrigas cerveceras y auriculares de última generación, a través de los que escuchan músicas que no comprenden, en vez de pasear por el rebalaje, oyendo la dulce cadencia de las olas de un mar siempre recomenzado.
Los franceses construyeron en Túnez un tren en la época colonial. Un tren que aún existe, que parte de Ksar Ghilen y cruza el desierto de cristales marinos de Chott El Jerid, el lago Triton del que hablaron Heródoto y Plinio, el que se vuelve de color rosa cuando el sol incide en él de forma oblicua y los espejismos parecen ser marinos en medio de un calor sofocante y una luz tan deslumbrante que nada consigue atenuar. Ese tren llega a la hermosa Tozeur, junto al fresco oasis de Tamerza, la Ad Turres romana, donde el agua clara refresca a nobles bestias y sarmentosos rostros humanos y donde nacen los más dulces dátiles del mundo bajo el límpido cielo azul oscuro. Los trenes de Tozeur. A uno de ellos subió esta semana Franco Battiato. Sin billete de vuelta.
Cuando ese manantial de belleza e inteligencia llamado Italia se desborda, provoca el nacimiento de seres excepcionales, personajes insólitos, de vasta cultura, exquisito refinamiento y honda espiritualidad. Catania es una bellísima y ruidosa ciudad al abrigo de la sombra del Etna, cerca de la alta hermosura del teatro romano de Taormina. Palacios desvencijados de nobles empobrecidos e iglesias de impresionantes mármoles de colores, que componen cóncavas fachadas de altar en un delirante despliegue barroco de columnas salomónicas, volutas envolventes y frisos partidos, como si una corriente eléctrica hubiera estremecido el orden clásico previamente imperante. El panorama humano es, si cabe, aun mas abigarrado, pero hay una cierta serenidad en el aire y hasta en los chiquillos que corretean y gritan por las calles, mientras el aire mediterráneo orea las blancas sabanas tendidas a secar en la noble eternidad de las ciudades milenarias donde todo nació. Un Nápoles a escala, de pobre y deliciosa cocina a base de tomates, berenjenas, alcaparras y anchoas.
Allí nació Franco Battiato, en el corazón de lo que en tiempos helenísticos se llamó la Magna Grecia y fue más tarde una mescolanza púnica y romana y normanda y bizantina y aragonesa con la grandeza de Alfonso V el Magnánimo y española, el Reino de las Dos Sicilias y finalmente italiana cuando la independencia de anteayer. El mundo de la silenciosa ‘omertá’ mafiosa, de la todopoderosa Iglesia, de la omnipresente y eterna «mamma», de la emigración a los suburbios del norte, especialmente a través de la fastuosa estación de arquitectura imperial fascista de Milán, donde los terroni sureños y pobres, dignos en su miseria, que no marcharon a ser estibadores del puerto de Nueva York, reciben las primeras muestras de desagrado y desprecio de los elegantes milaneses centroeuropeos. Todo ello, obviamente, imprime un sello único y vital en la conformación del carácter de los sicilianos, y así ocurrió en un alto y flaco adolescente soñador, tan inteligente como para aceptar gustosamente una gigantesca nariz quevedesca, ante la otra posible opción que era pegarse un tiro, como él mismo afirmaba. Absurdamente por cierto, ya que ningún gran personaje de la Historia ha sido chato.
Franco Battiato, elegante y desgarbado, ¿dónde adquiriste tanta sabiduría, tan inmensa solidez intelectual que iluminó nuestras vidas de jóvenes con letras de canciones que no entendíamos ni traducidas al español, porque eran tan cultas, tan profundas, tan espirituales, que parecían no tener sentido? Mientras nosotros, airados jóvenes españoles de escasa visión del mundo soñábamos con la libertad sin ira, un chico italiano, de tristes ojos manoletinos buscaba el centro de gravedad permanente, que no le hiciera cambiar su forma de ver la vida, las cosas y las personas. Como dijo aquel monstruo de inteligencia y untuosidad llamado Andreotti, uno de los políticos italianos a la altura de las cualidades que Stendhal exigía para intentar ser iguales en sutileza a un político italiano, «Manca fineza», refiriéndose a los políticos españoles. Manca no tiene nada que ver con ningún apelativo referido a ninguna catedral inconclusa. O sí. Implica carencia, falta, inexistencia.
Un chico que invitaba a bailar y que el mundo y las estancias giraran como los derviches giróvagos sufíes, sostenidos por la espina dorsal – que bellísima expresión, perdida en el español de hoy, sustituida por dorsales y cervicales – que muchos años después descubriríamos en los viajes a Turquía del Corte Inglés, en los elegantes giros de sus faldas blancas. El chico de los jesuitas euclidianos – Dios mío, ¡qué inteligencia! – vestidos como bonzos para entrar en la corte de Pekín durante la dinastía Ming, que yo creí identificar una tarde de Jueves Santo en la entrada del cortejo del inteligentísimo y euclidiano jesuita cardenal Martini, eterno aspirante frustrado al papado, en la marmórea catedral de Milán, viniendo del palacio Visconti, entre mitras, casullas, capas pluviales y báculos.
Mi buen padre, el que faltó en la vida de Franco Battiato, me regaló una Navidad una maravillosa radio Zenith en la que solía escuchar en español, a escondidas por la noche, Radio Moscú y La Habana. Pero también radio Tirana, en la que sonaban músicas balcánicas, mientras bailarines, que después vería en Rumanía, bailaban sobre ascuas ardientes. O radio Varsovia, la canción de Battiato, que utiliza el civilizado Luca Guadagnino para la escena en que Elio viola un albaricoque en la culta y bellísima Llámame por tu nombre.
Muy poco sabemos de la vida privada de Battiato – qué estupidez por mi parte no llamarlo por su nombre en España, para no herir susceptibilidades – ni falta que nos hace. La absoluta discreción de su vida solamente ofrece en el escenario de sus biografías necrológicas el amor y cuidado a su madre – otra hermosa canción, La cura – «porque eres un ser especial y yo cuidaré de ti». Y su sólida y leal amistad con el filósofo Manlio Sgalambro. Battiato era un místico, un intelectual, un personaje misterioso, un hombre cultísimo, practicante de la meditación y del retiro apartado, del que hasta la causa de su muerte se desconoce. Un creyente en la reencarnación y en la existencia de Dios, que nunca se avergonzó de decirlo con la absoluta tranquilidad del que ha visto cosas en esferas superiores. «¿Cómo se puede ser ateo?» dijo en una entrevista en Rai 1. Cantante, letrista, escritor, cineasta, compositor, autor de óperas en las que hablaba de Gilgamesh y Mahabarata, las epopeyas orientales que don Mariano López nos enseñaba en el jesuítico San Estanislao en las placidas mañanas de nuestra adolescencia.
Battiato se ha ido a las esferas superiores más allá de las estrellas, al eterno silencio, que tanto amaba y sobre el que tanto meditó. Y puede que también a reencarnarse en un monje tibetano, o en un derviche, o en un gato, nunca en una serpiente, porque la bondad inteligente se derramaba de sus tristes ojos sobre el cono de su nariz borbónica.
Un año antes de que se produjera la crisis total del sistema político italiano, que llamaron «tangentopolis», la ciudad de la corrupción, en el sentido de la polis griega, Battiato escribió una canción estremecedora y profética, que sigue estando vigente allí, pero también en esta errática nación en que se ha convertido nuestro desgraciado país. Povera patria con la misma fuerza desgarrada con la que Muti paró la orquesta en Nabucco y lanzó aquel arrebatado alegato contra la corrupción de Berlusconi. Y el público y los miembros del coro lloraron amargamente mientras cantaban el doloroso Va pensiero. Esa canción de Battiato tiene unos versos de desgraciada actualidad en España. No sé qué podríamos cantar aquí. Quizás «Asturias, patria querida»…
«Mi pobre patria aplastada por abusos del poder
De gente infame que no conoce el pudor
Se creen los dueños todopoderosos
Y piensan que todo les pertenece.
Los gobernantes, cuántos perfectos e inútiles bufones
En esta tierra que el dolor ha devastado
¿Pero es que no sentís nada de pena
Ante esos cuerpos tendidos sin vida?
¿No cambiar?
¿Quizá cambiar?
Y como excusarlos, las hienas en estadios y aquellos
De la prensa chapoteando en el fango como cerdos
Me avergüenzo y me daño
Viendo a los hombres como animales.
Tendremos que ir tirando
Mientras la primavera tarda tanto en llegar».