Un resplandor en la oscuridad
La pretendida alegría eterna de la belleza, que proclamaba John Keats, corre el riesgo de convertirse en una mueca de indiferencia, incluso para el propio autor, en el caso de tratarse de una creación efímera. Más aún cuando el artista creador carece de alguno de los cinco sentidos, especialmente si se trata de aquel que está íntimamente ligado con la propia creación. Ser un genio sordo en el universo de la música debe ser similar a alguno de los castigos de los dioses a los héroes mitológicos. Y ser ciega en el mundo de la danza podría hacer comprender el lamento de Goethe en el lecho de muerte: «¡luz, más luz!». La música entra por los oídos y la danza por los ojos. Pero ninguna afirmación categórica tiene validez universal. Al menos cuando se trata de aquella categoría de seres superiores a los que no afecta ninguna limitación de las que podrían destruir la existencia de los simples mortales. Como no somos iguales de ninguna manera y en ningún sentido, existen los artistas excelsos, a los que no afecta este tipo de limitaciones sino para elevar aún más su obra. Ellos son creadores, en el mismo sentido que podría aplicarse a un dios, los que crean algo de la nada, aquellos a quienes su inteligencia y profunda sensibilidad impulsan a escribir una sinfonía que solo ellos escuchan, o a bailar algo que únicamente ellos son capaces de imaginar, porque el espejo del estudio solo le devuelve sombras. Y sin embargo escuchan y ven. La música y el baile están en sus cerebros, que es donde realmente existen. El resto de los mortales necesitamos utilizar todas nuestras capacidades intelectivas y sensoriales para entrever someramente lo que ellos contemplan o escuchan plenamente en sus cerebros. A este género de seres superiores pertenecía Beethoven, alemán y sordo. Y también Alicia Alonso, cubana y ciega, pero a la que parecía referirse Milan Kundera cuando creó ese bellísimo título de novela de La insoportable levedad del ser y de la que Maurice Bejart comentó que había nacido para que no muriera Giselle.
No se concibe el genio de Alonso sin lo que ha venido en llamarse la cubanía. Ese vibrar del aire, esa dulce y densa brisa que mece las palmas reales de Miramar, el Vedado, o Siboney. Ese cotidiano pasear por el Malecón, en el que las chicas charlan y sueñan y los chicos lanzan anzuelos al mar, o saltan de roca en roca al contraluz del sol poniente, que ha aparecido tras una tormenta tropical. Ese sentimiento profundo de pertenencia a un pueblo, que la lleva a crear, más que a fundar, el Ballet Nacional de Cuba, en un país sin tradición de ballet, partiendo de la extremada pobreza, teniendo que escoger a once chicos en los orfanatos cubanos, que ni siquiera sabían que era eso del ballet, porque hasta entonces bailar era cosa de chicas. Es curioso y nunca suficientemente estudiado el hecho de que ese fenómeno occidental no se había producido nunca en Rusia, ni en general en los países del este. Allí los chicos danzaban sin ningún problema, ni calificativos peyorativos productos de la extremada ignorancia de las hipócritas sociedades europeas, que caían babeantes de rodillas ante la deslumbrante primera gira por occidente de los Ballets Imperiales Rusos, que se habían creado en San Petersburgo a mediados del siglo XIX en pleno zarismo. Nunca se sabe dónde está, ni en qué consiste el progreso. Rusia era un mundo agrícola y desolado, en el que los siervos fueron liberados en 1866 por Alejandro II, mientras la hipócrita Inglaterra victoriana era el no va más de la Revolución Industrial, pero en la que los obreros seguían siendo siervos en las industrias, a pesar de su pretendida libertad.
Y Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez del Hoyo, que era su nombre cubanísimo y españolísimo a la vez, junto a su primer marido Fernando Alonso, de quien toma el nombre, prima ballerina assoluta, parte de cero, pero con el apoyo total del gobierno revolucionario y crea tal oleada de amor a la danza que hoy en aquel país cualquiera sabe quién era esa dama y la ilusión de cualquier chico, o chica es entrar en la Escuela en el habanero Paseo del Prado. Y la danza clásica nacional tiene como uno de sus sellos de identidad la búsqueda de la excelencia en la perfección técnica y la tradición cultural cubana, que aportan la sensual virilidad de sus bailarines y la dulzura alada de sus bailarinas, que a la técnica perfecta, unen la dramatización de sus roles, porque Alicia Alonso era además una gran actriz, e imponía a sus alumnos que el público tenía que convencerse de que estaba en presencia de una pareja de enamorados.
Hay seres que llenan el escenario con su sola presencia, que irradian luz y magia, que transmiten el rayo del ser inigualable, la estrella. No puede imaginarse lo que supone la danza en Cuba sin pensar en la libre elección entre la visión o la danza, que decide Alicia Alonso cuando el doctor Barraquer le dice que tiene que escoger entre una u otra. Y ella elige bailar y volver a La Habana a comienzos de la Revolución con el valor, el tesón y la convicción de llevar a cabo el sueño de crear una forma cubana de bailar, abandonando el triunfo en Nueva York, donde ya era una estrella en el American Ballet Theatre, que había contribuido a crear, entregando su vista en el altar de la danza. Alicia Alonso no bailaba, porque ella era la danza, ni volaba, porque ella misma era el vuelo. No le hacían falta ni la alígera levedad del aire, ni la extensión volátil de sus brazos, ni la elegancia de sus manos, ni el perfil de pájaro de su rostro. Imprime a cada uno de sus roles su propia personalidad, pero uno de ellos, Giselle, se convierte en ella misma, o al revés, ambas llegan a ser un solo personaje. Y se transforma a la vez en la gran maestra en su afán por crear, construir, diseñar. Ve las coreografías en su cerebro, sin necesidad de sus ojos muertos, valiéndose de pequeños trucos como colocar luces brillantes en determinados puntos del escenario y sobre todo, entregándose en brazos de sus partenaires con la confianza ciega puesta en ellos, a uno de los cuales, el ahora maître y ex primer bailarín del Ballet Nacional de Cuba, Lázaro Carreño, tuvimos el honor de saludar la otra noche en el Teatro Cervantes.
Se cumple en estos meses el centenario de su nacimiento, hija de españoles, cubana pura, a la que quisieron cambiar el nombre porque sonaba demasiado hispano, latino y ella se negó. Con este motivo un elenco de estrellas de la danza, alumnos de la Escuela del Ballet Nacional de Cuba, recorre España interpretando los pas de deux de los más famosos ballets del repertorio de la señora. Carmen, Espartaco, La Diva en homenaje a Maria Callas, Coppelia, El cisne negro, La muerte del cisne, La fille mal gardée y, sobre todo, Giselle, que nunca volvió a ser igual después de la creación que ella hizo. La brillantez, el nivel técnico, la belleza deslumbrante y especialmente la ternura alada de la interpretación transportaban la noche al nivel de la emoción profunda. Fue como un resplandor en la oscuridad, como un relámpago, como la luz que veía Alicia Alonso. Ha habido grandes maestros de danza en España, Juan Magriñá, Pilar López, La Argentinita, Antonio, María de Ávila, Granero, Antonio Gades y sigue habiéndolos, Lola de Ávila, Carmen Roche, Victor Ullate, Ángela Santos, que han creado a grandes estrellas de la danza que ocupan muy destacados lugares en las grandes compañías del mundo. Pero no existe tradición, salvo en el flamenco. Ni una gran compañía de ballet como en todos los países cultos, aunque sean pequeños y pobres como Cuba. Solamente conatos de creación. Alicia Alonso decía que la danza no es un ejercicio, sino un arte, una de las bellas artes, protegida por una de las nueve musas de la mitología griega, Terpsícore, la que deleita en la danza, coronada de flores y portando una lira.
Pero, por añadidura, esta es una extraña ciudad en la que ocurren cosas realmente insólitas, incomprensibles, sin sentido. ¿Es errática o difusa la publicidad del Teatro Cervantes? Uno se enteró casi por casualidad la noche anterior al evento de que este iba a celebrarse al día siguiente. Debe ser este también el motivo por el que tampoco se enteraron ni uno solo de los destacados personajes del mundo de la cultura de la ciudad. Yo al menos no vi ni a uno solo. Y tampoco debió enterarse nadie del Conservatorio Superior de Danza, porque no vimos ni una sola alumna, que siempre resultan inconfundibles. El teatro, con las medidas sanitarias obligatorias estaba prácticamente lleno, lo cual quiere decir que habría unas quinientas personas. En una ciudad de seiscientos mil habitantes. No parece una proporción muy elevada, teniendo en cuenta que se trataba de una sola actuación. Si alguien se entretiene en mirar en internet el calendario de actuaciones por España verá que en Valladolid, capital de Castilla-León, con trescientos mil habitantes, la Gala se representará cuatro noches. El escenario del Cervantes es pequeño para el ballet, para la ópera y hasta para una gran orquesta. Muchos soñamos con el Auditorio, pero a la vista de esto, por mucho que me duela, tengo que confesar que ya no estoy seguro de nada. Ni siquiera de que sea necesario. Y otro tanto ocurre con los museos. He visto casi todas las exposiciones que cuelgan en estos meses de los diferentes recintos museísticos de la ciudad. De diferentes temáticas, niveles y calidades. Pero todas francamente buenas. Y las he visto en condiciones óptimas, es decir, prácticamente solo. Los habitantes de esta ciudad alimentan su cuerpo desmesuradamente a base de todo tipo de bivalvos, lamelibranquios, gasterópodos y espetones. Y litros de cerveza, aparte del horrísono «verdejito» o «riberita». Pero no sé de qué llenan sus cerebros, o sus almas, sinceramente. En el caso optimista de que los llenen de algo. A veces uno siente ganas de irse, donde sea, allá lejos, donde habite el olvido, en los vastos jardines sin aurora, amargamente como Cernuda. Porque cuánta razón tenía Larra, Don Mariano José.