Un soplo de eternidad
«Un soplo de eternidad pudo destruirte», reza un verso del poema Ciudad del Paraíso, ilegiblemente colocado en la travesía del Pintor Nogales. La ciudad empieza a desperezarse de su sueño de cien años, como La Bella Durmiente del ballet de Tchaikovsky, despertada por el beso de la vacuna, o lo que sea que nos inyectan. Un grupo de ciudadanos idealistas constituyen un grupo ingenuo para impedir que se destruya La Atalaya. Otro grupo de ciudadanos van a contemplar el mundo romano que yace bajo los sótanos del Thyssen. Muros y murallas, estancias y callejuelas, industria del garum, que ahora intentan recuperar otros ingenuos para comercializar el sabor de veinte siglos de distancia en el tiempo. Y protegida como un tesoro en lo más oculto de la cella del templo, una cóncava fuente deliciosa, hornacina en la piedra adornada de peces y rojos pompeyanos en unos baños romanos de algún rico comerciante, que allí descansaría sus fuerzas a la vuelta del puerto, después de enviar a Roma naves cargadas de aceite, garum, púrpura o frutos secos. Recuerdo el día en el que Alfonso Peralta me enseñó el Palacio de Villalón, entonces Establecimientos Álvarez, donde se vendían bragas y objetos de plástico a la gente que venía de los pueblos. Cogió una barra de hierro que andaba tirada por allí, asestó un fuerte golpe a uno de los pilares, que se vino abajo. Era escayola. En el interior aparecía el fuste de mármol de una columna. Esto es Málaga y el pretendido progreso.
Los grandes pliegues marmóreos de las túnicas de las matronas sedentes que habitaban en sus fincas de Cártama, se despliegan sobre el pavimento en las salas del Arqueológico, mientras un fauno se ha colado en los jardines de La Concepción y Jorge Loring lo ha encerrado en el templo dórico, mientras Amalia Heredia sueña con lejanos países de nombres sonoros de donde sus barcos le traen plantas de nombres regios, altos troncos blancos y airosas palmas verdes y del país de los lotófagos le llegan gigantescos lotos circulares en los que veranean las ranas del estanque circular. Elevados bambúes negros forman una nave gótica vegetal en mitad de la espesura del jardín y las raíces de un gigantesco ficus reptan como enormes lagartos semidormidos en la tierra donde se abrazan con las ramas que hasta ellos bajan, como un nido de serpientes, o como se anudan y enlazan los esbeltos cuellos de los cisnes al aparearse.
La Dama de la Aduana escapa del hermoso palacio neoclásico, entre las elevadísimas washingtonias, huyendo del guerrero hoplita, ese noble caballero enterrado como un héroe en la calle Jinete, ornada su cabeza con el más deslumbrante casco corintio azul y oro, que ni el puro Héctor, de tremolante casco, luciera uno igual ante las murallas de Troya el aciago día en que Aquiles le dio muerte en venganza por haber matado a su amado Patroclo. Y su lanza y su espada aparecen dobladas en su tumba, como las de Héctor, como las armas de los héroes muertos elegidos de los dioses. La vida después de la muerte no es sino el recuerdo de las hazañas victoriosas, de la defensa de los débiles, de los hechos gloriosos, «pro patria morí dulce et decorum est», incluso en el sentido satírico de Owen en las espantosas trincheras de la I Guerra Mundial.
No saben qué hacer con los restos hallados en las excavaciones del metro, ni en el solar del Astoria. Sería conveniente que los responsables de ello se dieran un paseo por las zonas que estoy mencionando, porque ahí radica el alma de esta ciudad y de esta civilización. Esta noche ha ardido Proteo. Cuando un libro arde, arde también una parte de nuestra alma. Cuando arde una librería, cualquiera que sea la causa de ello, arde también una parte de nuestra vida, arde una parte irremplazable del conocimiento y el saber humanos y hay como un ruido de cristales rotos, de cuchillos largos y de gotas de estaño en la garganta. Y arden estanterías de noble madera y libros de hermosos conocimientos, impresos en delicadas páginas fabricadas con celulosa procedente de altos y recios árboles de troncos interiormente anillados durante muchos años. Pero por mucho que se amen los libros – y reto al que quiera a demostrarme que los ama más que yo – no se puede decir que «preferiría que ardiera la Catedral, antes que una biblioteca…». Eso no debe decirse, mayormente porque el que lo dice demuestra una gigantesca incultura. Se puede ser ateo, anticlerical decimonónico, déspota ilustrado, o cristiano de Covadonga. O cualquier otra sandez. Pero una persona que se dedica al mundo de la cultura no puede decir eso, porque suena a desconocimiento. Una catedral es, como cualquier edificio con mil años de existencia, un ser vivo construido con el esfuerzo colectivo de todo un pueblo como forma de alabanza a un Ser, que hasta hace poco, hasta que algunos inteligentes desacralizaron Europa, constituía el eje de las vidas de millones de personas, que han tenido que sustituir ese apoyo, por monstruosidades como los ídolos de masas, las series de televisión, programas de encefalograma plano, y religiones no trascendentes tan fanáticas como las anteriores.
Se anuncia la próxima «reforma» de un palacio barroco de hermosas rejas panzudas en forma de pecho de paloma en pleno centro histórico. ¿Otro más? ¿De verdad creen que vamos a seguir callando y consintiendo la destrucción del patrimonio arquitectónico de una ciudad, que es de todos? Muchos ciudadanos reciben una bienintencionada encuesta electrónica, para sugerir nobles ideas, modestas proposiciones y humildes soluciones. Además la propuesta es generosa, ya que realmente solo tenemos la obligación de pagarles para que ellos decidan lo que nos conviene y lo que es perjudicial para nuestras desvencijadas vidas. Muchos de nosotros somos muy torpes para estos temas informáticos, pero no para todo, ojo, no vaya a creerse algún genio político que somos imbéciles. Somos torpes solamente para algunas cosas, para otras somos lo suficientemente inteligentes como para saber que todo esto es una gigantesca tomadura de pelo, pero hacemos como que nos da igual, cosa por otro lado, incierta. Nos gusta colaborar y trabajar en grupo por el bien colectivo, y que se nos escuche, porque si podemos contribuir al bienestar general, aunque solo sea con un grano de arena, nos damos por satisfechos y nos vamos felices a la cama, a soñar que volvemos al seno materno y podemos volver a empezar. Pues bien, personalmente, he tenido que rendirme ante la dificultad de llevar a cabo la encuesta y además no sé qué gravísimo e ineludible motivo me obliga a decirle a una máquina cual es mi edad. No me da la gana. Los viejos también tenemos derecho a mentir sobre nuestra edad y hasta casi sobre lo que nos dé la gana. A estas alturas…
Sigue adelante la idea del progreso que anida en el cerebro de muchos de nuestros próceres, sobre todo de aquellos que necesitarían varias vidas para gastar las inmensas fortunas que atesoran. En su acaudalada estulticia piensan que van a poder hibernarse, o congelarse, o criogenizarse, que supongo que son variaciones sobre un mismo tema y despertarse dentro de cien años en una suite de la torre del puerto, hechos unos Brad Pitt, rodeados de huríes. Y volver a empezar. Me temo que la decepción puede ser pavorosa, pero las consecuencias, o, mejor dicho, los antecedentes, los vamos a sufrir los que sobrevivamos ocho o diez años más.
Pero también hay en nuestra ciudad personas imaginativas, audaces, ingeniosas, luchadoras, competitivas, buenas gentes que caminan, laboran, pasan y sueñan. Esa gente se dedica, por ejemplo, a intentar rescatar y recuperar los viejos vinos de Málaga. Una de esas personas me ha mostrado la realidad de otro monumento de nuestra ciudad, el Cementerio Inglés, el cementerio marino, el jardín de los que duermen para siempre, un lugar mágico, que conozco muy bien, pero que ella me ha mostrado la angustiosa necesidad de ayuda que tienen para sobrevivir, sí, sobrevivir un lugar de muertos, que descansan al sol entre pimenteros, geranios, olivos, naranjos, rosales y buganvillas. Un lugar de libertad y tolerancia. Un lugar que necesita la ayuda urgente de una entidad sólida y fuerte, con ganas de sobrevivir al futuro y marcar un antes y un después, que inyecte lo necesario, como para que héroes alemanes e ingleses, aviadores y marinos, poetas y escritores españoles y extranjeros, comerciantes y empresarios y exportadores, inmigrantes sin una gota de sangre azul, que construyeron lo mejor y más válido de esta ciudad, descansen con la decencia y el honor que merecen y dejen de presentar el aspecto de un campo de batalla en el que hordas de salvajes hacen botellón, para no sentir el vértigo de la falta de suelo bajo sus pies. Norton, Brenan, Gamel, Langworthy, Boyd, Grice-Hutchinson, Heaton, William Mark, Jorge Guillén, Romero Esteo, y gran parte de la mejor Málaga yace sepulta allí. Y tenemos la obligación de salvarlo. Una cosa es la elegante decadencia y otra diferente la indigna miseria. Todo esto no es sino la conformación de un plan general de recuperación, restauración y rehabilitación de nuestras raíces, antes de que el viento de la Historia acabe con ellas y muchos estamos dispuestos a cambiar la dirección del viento. Si nos da tiempo.
Amalia Heredia sabía que más pronto que tarde terminarían las fiestas y los saraos y las reuniones con sus cuñados de San José, que aquel mundo, en que los gobiernos se hacían y deshacían en Málaga, con Cánovas, Sagasta, Silvela y Estébanez Calderón y los altos hornos, las fábricas, bodegas y fundiciones para la exportación, acabaría, porque no podía ser eterno. Pero también sabía que su jardín botánico sobreviviría y el museo loringiano también y que los mármoles y los bronces se salvarían, porque aunque ella no conociera sus nombres, sabía que existía una clase de alta burguesía, que no dejaría morir aquello. Ni esto. Y que aparecerían personas como Ricardo de Orueta, con el que Málaga tiene contraída una enorme deuda, porque sin él, no existiría la colección de la Aduana.
Ya había pasado el tiempo del azahar, las glicinias, las jacarandas y las magnolias. Pronto llegaría el estallido de jazmines. Amalia se levantó del banco en el que solía sentarse junto al rumor del agua, donde organizaba las veladas de teatro y sintió algo de frío. Se arrebujó en su chal y se encaminó lentamente hacia el palacio mientras caía la tarde. Los bambúes apuntaban rectos al cielo. Enhiestos.